LA CUESTIÓN MALVINAS EN LA POLÍTICA EXTERIORHa tenido mucho auge, y tiene aún, la tesis según la cual la política exterior de los Estados es una “política de poder“. Esta política de poder, que los anglosajones llaman “power politics” y los alemanes “reelpolitik”, ha inspirado la acción de muchos dirigentes políticos y el pensamiento de algunos brillantes expositores, entre los cuales sobresalen los nombres de George Schwarzemberger y Hans Morgenthau. Para este último autor, la política de poder “es un sistema de relaciones internacionales en que los Estados se consideran a sí mismos como fines últimos; emplean los medios más efectivos a su disposición y son medidos por su peso en caso de conflicto”. Por su parte Schwarzemberger agrega, que cuando ese mismo sistema funciona bajo el manto de móviles supuestamente desinteresados, se está en presencia de una “política de poder disfrazada”. Para esta escuela, llamada “realista”, la política de poder ha sido un rasgo constante de las relaciones internacionales a través de las épocas. Para ella lo único que cuenta es el poder, y todo lo demás no es sino disfraz y cobertura, simulación y engaño. Digan lo que digan los gobernantes, cuando un Estado actúa en el orden internacional lo hace con la finalidad última de conseguir más poder. Morgenthau acentúa aun más este concepto afirmando que “el interés nacional se define como poder”. La falta principal fue que advertimos en la escuela realista es que no es suficientemente realista. Percibe con claridad un aspecto importante de la realidad cual es la inseparable unión entre poder y política, pero olvida que hay muchos otros elementos que integran también esa realidad. Richard W. Sterling, en su obra “Macropolitics: International Relations in a Global Society”, Nueva York, 1973, hace un lúcido análisis del papel que desempeña el poder en las relaciones internacionales.
El poder es un elemento esencial de la política y, por ende, de la política internacional. En muchos casos también, el logro de más poder es un objetivo de la política exterior de los Estados. Pero es inexacto que la única apetencia de los Estados en el plano internacional sea el poder y que toda acción que manifieste otra finalidad sea “política de poder disfrazada”. Una observación objetiva de los hechos demuestra que no es el poder la única finalidad que mueve a los Estados en sus relaciones internacionales. Es verdad que en algunas ocasiones los Estados procuran el poder por el poder mismo, de la misma manera que el avaro de Molière atesoraba sus monedas de oro, no para proveerse con ellas de bienes sino para gozarse en su posesión. Pero éstos son casos anómalos y, por tanto, excepcionales. Lo normal es que los Estados busquen el poder para hacer algo con él, algo que trascienda al poder mismo. En ese sentido, el poder sería un fin inmediato para el logro de fines mediatos. Las cosas que pueden hacerse con el poder son las que constituyen los verdaderos objetivos de la política exterior.
John G. Stoessinger ha hecho una crítica muy aguda, y por cierto muy exacta, a la tesis de la escuela realista en su libro “The Might of Nations”, Nueva York, 1966; donde se puede sintetizar algunas de sus afirmaciones:
“Sostener que toda política sea prosecusión del poder constituye una
exageración por varios motivos. En primer lugar, la creencia firme en un ideal
superior al que se erige como objetivo de la política exterior apresura su
realización y se convierte, así, en un factor de poder.
En segundo lugar, afirmar que el poder es el único objetivo de la política exterior
supone partir de la falsa premisa de que todos los temas
de la política internacional son competitivos y requieren lucha.
Hay algunos objetivos que son absolutos, es decir, que pueden procurarse
sin necesidad de pugna con otros países. Hay otros, finalmente, que son
concurrentes, o sea que pueden obtenerse en colaboración con ellos”.
Es evidente, como dice Sterling, que el poder tiene propensión a volverse un fin en sí mismo, sobre todo en política internacional. Ello obedece a la vinculación excesiva que se ha hecho entre el poder y la coerción, o sea la fuerza empleada para doblegar la voluntad ajena. Una redefinición de poder que ponga el acento en el influjo más que en la fuerza, contribuirá a fijar con más precisión su papel entre los objetivos de la política exterior.
La seguridad en un mundo de unidades políticas soberanas, dice Raymond Aron, puede fundarse sobre la propia fuerza o sobre la debilidad de los eventuales rivales. La principal preocupación de los Estados debería, por tanto, consistir en aumentar su vigor procurando debilitar el de sus potenciales adversarios. Esta fórmula de Aron no debería ser tomada al pie de la letra porque resultaría, en ese caso, inadecuada y contraproducente.
Primeramente, aumentar la propia fuerza no equivale necesariamente a incrementar el potencial ofensivo. Así, un Estado que se armara por encima de sus necesidades ostensibles podría provocar recelos que se traducirían fácilmente en hostilidad y que a su vez generarían coaliciones en su contra. Las políticas armamentistas que no guarden relación con el poder real de los Estados y no que no se vean acompañadas por un hábil manejo de las relaciones internacionales pueden representar graves riesgos para los Estados que las emprenden.
Supletoriamente, “debilitar al adversario” no necesariamente significa destruir o reducir su fuerza material. Hay una manera más eficaz y menos peligrosa de limitar los efectos nocivos del poder ajeno, y es desarmarlo moralmente. Ese poder es peligroso para un país en la medida en que está potencialmente dirigido contra él, pero deja de serlo si no se propone agredirlo. Por eso “mojar la pólvora de los cañones que pueden disparar contra nosotros” es una regla de muy sabia aplicación en el campo de las relaciones internacionales.
La política exterior es un linkage (concepto remitido al principio de efectividad) particular: es el producto (output) de un sistema dirigido a tener de cualquier manera efecto sobre otro sistema (ambiente). Y sólo es una aparente excepción a esta definición el caso de una política exterior elaborada en efecto para tener reflejos sobre el sistema interno.
De allí se deriva que debe considerarse a la política exterior, como también el conjunto de actividades de origen privado orientado a provocar efectos sobre los sistemas externos. Esto es de particular importancia para el análisis empírico, si no quieren perderse de vista los efectos cada vez más relevantes de los llamados factores horizontales (transnacionales) en las relaciones internacionales.
En general los países son muy reacios a entregar a otros Estados, al menos en forma voluntaria, los territorios bajo su posesión que son reclamados por otros Estados. Como excepción cabe recordar tres casos de retrocesión efectuados por Gran Bretaña: el primero fue el de las Islas del Mar Egeo a Grecia a mediados del siglo XIX; el segundo el de la Isla Heligoland a Alemania en 1890 y el tercero de una vasta extensión del Jubaland, en la frontera entre Libia y Sudán, en 1925. Si bien es verdad que este último caso se trataba de una superficie desértica y carente, en aquella época, de valor económico o político.
El país que lucha por la existencia y por la integridad territorial de sus territorios pone mucha mayor energía en la defensa de ese objetivo que la que puede ponerse en la procura de cualquier otro. Por eso el Estado que atenta, en esta materia, contra el derecho ajeno, debe esperar una enconada resistencia y saber que siembra odios perdurables que algún día pueden serles nefastos.
La política de restitución o de “revancha – revanchismo”, es el objetivo de conservación en cuanto propone reestablecer un ordenamiento que juzga arbitrariamente modificado. Es, por otra parte, objetivo de expansión en cuanto procura la alteración, en provecho propio, del estado de cosas existente (también se conoce a este tipo de política exterior el retorno al status anterior). La ubicación de los objetivos de restitución y de desquite no es, por ello, susceptible de ser hecha de acuerdo a criterios objetivos; depende de los méritos de cada caso.
La voluntad argentina por recuperar posesión efectiva de las Islas Malvinas es, sin duda, un objetivo de conservación por cuanto la tenencia del Archipiélago por parte de los ingleses no se basa en un título jurídico formalmente registrado sino en un acto de pura fuerza que el gobierno argentino permanentemente condenó como un atropello incapaz de generar los efectos legales válidos.
La primera condición para poder realizar los objetivos de la política exterior es que esa política esté regida por la inteligencia e impulsada por la voluntad. La inteligencia debe ser clara y la voluntad firme, y ambas deben estar acompañadas por la creatividad, la seriedad, lenguaje, tacto, sentido de la oportunidad, persuasión, persistencia y la credibilidad. Sin el concurso de estas condiciones del espíritu, no es posible elaborar una política exterior auténtica.
El primado de la razón (que es la inteligencia en cuanto discursiva) supone una visión exacta de la realidad tal cual es. El primer deber de los gobernantes cuando trazan y persiguen objetivos de política exterior es eludir las ilusiones y los optimismos exagerados. Una visión realista de la política internacional obliga, como consecuencia, a actuar con mesura. Hay horas cruciales en la vida de los pueblos en las cuales no cabe más remedio que jugar el todo por el todo y afrontar las consecuencias. Pero aun en estos casos excepcionales y extremos conviene dejar una puerta abierta a las soluciones pacíficas. Hay que dejar, al menos, una puerta entreabierta para que pueda salir, sin mengua de su decoro, el eventual adversario. Por el contrario, nada más perjudicial para el logro de los objetivos de la política exterior que las actitudes temperamentales y el predominio de la pasión.
La preponderancia de la inteligencia en las relaciones internacionales no significa la abolición de los sentimientos. La permanente frialdad, las actitudes sistemáticamente calculistas tampoco son convenientes, sobre todo en la era de las masas. Es necesario que la prosecución de los objetivos de la política exterior sea revestida, con la debida moderación, de contornos emocionales. Hoy es necesario contar con el apoyo popular para llevar adelante cualquier plan político, tanto en el orden interno como en el internacional. La política exterior de los Estados no debe ser dictada a los gobernantes por la multitud, pero los conductores deben comunicarla al pueblo para que éste la haga suya.
Los objetivos de la política exterior deben ser formulados con la ayuda de la imaginación para que sean alcanzables. La imaginación supone percibir lo que es aparentemente invisible y prever el futuro colocándose en situaciones aun no producidas. Significa advertir con anticipación las consecuencias y los resultados de los actos propios y ajenos. Uno de los políticos más imaginativos fue el general de Gaulle porque supo ver con más claridad el futuro que la mayoría de sus contemporáneos, afrontando más de una vez el consenso adverso de la opinión pública. El surgimiento del movimiento de liberación por él encabezado contra la ocupación alemana de Francia en 1940 y la concesión de la independencia de Argelia cuando las fuerzas de ocupación no habían sido militarmente derrotadas parecieron, en un comienzo, actitudes inconsultas. Sin embargo, los hechos confirmaron el acierto del conductor.
Aparte de la inteligencia, la consecución de los objetivos de política exterior exige una inquebrantable fuerza de voluntad. Frente a cada coyuntura particular, los gobernantes no deben dejarse abatir por las circunstancias adversas ni impresionar por las contingencias efímeras.
Cuando la tenacidad en la consecución de dichos objetivos no es sólo virtud individual de determinados gobernantes sino reflejo del carácter de un pueblo, se da otra condición para lograr los objetivos de política exterior que es la continuidad. Acerca de este requisito basta decir que constituye la piedra de toque de la conducción de las relaciones internacionales ya que sin ella no hay objetivo alcanzable, por modesto que sea.
Los intereses y recursos tanto ideales, materiales o económicos como estratégicos y alianzas externas por parte de ambos estados estarán sin duda influidas decisivamente por la valoración de ser o no concordantes y compatibles con el logro del objetivo más preciado por la dignidad y el honor de los dos pueblos.
En el curso de las numerosísimas negociaciones, conversaciones y gestiones, formales o menos formales, públicas o secretas, que argentinos y británicos han mantenido durante largos años se han explorado, propuesto y rechazado múltiples fórmulas o medios que intentaron abrir un camino a la solución de un problema que ya lleva más de un siglo y medio de vida. Algunas de estas propuestas fueron negociadas durante meses y su texto fue acordado minuciosamente; otras ideas en cambio nunca fueron objeto de una negociación a fondo.
Sin embargo, la realidad jamás pudo desmentir un sentimiento siempre presente en el espíritu de los argentinos: la sospecha de que los británicos no estaban sinceramente dispuestos a devolver las islas a la Argentina. En lo que concierne a los británicos, quizás ellos nunca pensaron en que era posible negociar la soberanía de esas "islas de la Corona" y las negociaciones o conversaciones eran solamente recursos dilatorios.
Es evidente que los delegados y representantes del Reino Unido han carecido de una auténtica voluntad política de negociar. Las Malvinas y demás islas ocupadas por Gran Bretaña constituirán uno de los capítulos decisivos en y dentro de la historia de la política argentina.
La política exterior argentina en torno a la cuestión de las Islas Malvinas, buscó la conducción de las relaciones internacionales a través la negociación. El método mediante el cual estas relaciones fueron reguladas y mantenidas por embajadores y enviados, tenían como objetivo servirse de medios para dirimir la controversia. La diplomacia argentina enfatizó en lograr un consenso que denote la existencia de un acuerdo dado, relativo a principios, valores, normas, también respecto de la desiderabilidad de ciertos objetivos de la comunidad y de los medios aptos para conseguirlo. El consenso reclamado se evidencia, por tanto, en la existencia de creencias que son más o menos ampliamente compartidas por los miembros de la sociedad interna y de la comunidad internacional.
El principal inconveniente que sufrió la política exterior argentina fue no poseer una línea estable ni continuidad, para que la misma sea formulada con autoridad y eficacia, más allá del diálogo. Cuando el resto de los Estados advierten esto, las palabras y actos de sus gobernantes dejan de merecer respeto. El gobierno argentino, se movió al azar de los acontecimientos y sobre todo a los avatares de la política interna, resultando una política exterior pendular. En países como la República Argentina, lo normal es que cuando cambian los gobiernos, los criterios de política exterior se modifiquen y las autoridades entrantes se preocupen por hacer todo lo contrario de lo que hicieron las autoridades salientes. Aquí se puede observar que no existe una larga tradición de vida internacional, o lo que si existe es una escasa gravitación en política internacional, por lo cual la Argentina se ha manejado de acuerdo con las circunstancias y por ello nunca ha perseguido un objetivo definido.
El concepto fundamental del que se debe partir, como señala Kant, es que si la soberanía o sea la tendencia al monopolio de la fuerza, es el poder que garantiza en última instancia la eficacia de una ordenación jurídica, y es pues la garantía del mantenimiento de relaciones pacíficas dentro del Estado, ésta es por otro lado la causa de la guerra en las relaciones entre los Estados. Y en otro orden de cosas, en la formulación de la política exterior debe privar la razón sobre las pasiones porque la política exterior exige inteligencia todavía más que poder. Pero eso no significa necesariamente que el estilo de una política exterior deba necesariamente ser frío. Una dosis razonable de emoción y de sentimientos vigoriza la posición internacional de un país y le otorga un importante respaldo dentro de su propio pueblo.
Las condiciones en que se desenvolvía la diplomacia con anterioridad a la Segunda Guerra Mundial, impedían que un país de escaso peso político en el escenario internacional como la Argentina, pudiese influir sobre una gran potencia como el Reino Unido en una disputa con ella. Las cosas cambiaron después de aquella guerra con la consagración del multilateralismo como una nueva forma de expresión de la política internacional. Especialmente la crearse las Naciones Unidas, un tema suceptible de provocar el interés de la comunidad de naciones que estuviese relacionado con los propósitos y principios de la Carta, tenía la posibilidad de ser llevado a la consideración y debate del organismo internacional. En tales condiciones, nuestra diplomacia, que con coherencia había mantenido el reclamo ante Londres desde que los británicos se apoderaron de las islas en 1833, recibía el rechazo invariable del Foreign Office al contestar que el gobierno de Su Majestad nunca había dudado de sus derechos sobre ellas, negándose siempre, por consiguiente, a tratar el tema. En la práctica, era como un diálogo de sordos sin posibilidad de iniciativas que desbloqueen la situación.
A partir de julio de 1966 Argentina y Gran Bretaña negociaron sobre la cuestión Malvinas, en cumplimiento de una resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Poco más de tres años después ambos países decidieron, dentro del marco general de esas negociaciones, celebrar conversaciones especiales (que fueron en realidad verdaderas negociaciones) en vistas al establecimiento de comunicaciones entre la Argentina continental y las Islas Malvinas.
En los primeros meses de 1968 los negociadores habían logrado acordar el texto de un documento que debía ser sometido a ambos gobiernos y que se conoce como “Memorándum de Entedimiento”. En él se reconocía que el objetivo común era solucionar la disputa de soberanía con el debido respeto de los intereses de los isleños; como parte de la solución definitiva se reconocería la soberanía argentina sobre las islas; se promovería la libertad de movimiento entre el territorio continental y las islas; y se continuaría negociando para establecer salvaguardias y garantías para los habitantes. El Consejo Ejecutivo de las islas conoció una versión preliminar del documento. Los miembros no oficiales del Consejo se dirigieron a los miembros del Parlamento británico, donde la cuestión fue debatida y tomó estado público. Durante los debates, los parlamentarios plantearon varias cuestiones en relación con las islas, con la disputa de soberanía y las negociaciones bilaterales. Se argumentó que la Resolución 2065 (XX) de la Asamblea General de Naciones Unidas violaba el artículo 2, párrafo 7 de la Carta e implicaba una intervención de las cuestiones internas; se insistió en la legitimidad de los títulos británicos; en el deber de respetar los deseos de los isleños mediante la aplicación del principio de libre determinación, teniendo en cuenta su voluntad de continuar bajo la soberanía del Reino Unido; que se trataba de una población británica; que debían reivindicarse los derechos sobre la plataforma continental de las islas; que era necesario establecer una zona de pesca de 200 millas; y finalmente el interés británico en las dependencias antárticas y sus recursos minerales. Dichas conversaciones para las posiciones de los países, respecto de la soberanía sobre las Islas Malvinas, fueron diametralmente opuestas, como bien es sabido.
La diplomacia multilateral demanda y reclama a los representantes que la ejercen una gran experiencia en el manejo de las técnicas parlamentarias pues la acción que se desarrolla en las conferencias y en los organismos internacionales se asemeja mucho a la de los Parlamentos. La elaboración de mociones y de proyectos de resolución, la labor persuasiva que debe cumplirse entre bambalinas, la captación de apoyo para el logro de las mayorías requeridas, la capacidad de dar a los propios puntos de vista una formulación que no choque con los sentimientos dominantes, todo este conjunto de procedimientos usuales en las reuniones internacionales tiene gran semejanza con la técnica habitual de los Cuerpos Legislativos.
Para los Estados de poderío reducido, la diplomacia multilateral ofrece la gran ventaja de contrarrestar parcialmente la diferencia que los separa de los más poderosos haciendo un frente común en los temas que afectan sus intereses vitales, mediante la baja de las asimetrías que existen entre estos Estados y obteniendo un margen de maniobra mucho mayor. Esto no es, por supuesto, posible cuando el pequeño debe enfrentarse a solas con el grande.
Al mismo tiempo, permite recoger el consenso de un grupo más o menos grande de países y, en ciertos casos, de toda la Comunidad Internacional respecto de asuntos de gran importancia.
Esta diplomacia multilateral, es la forma más habitual a que hoy se recurre para resolver los conflictos, mediante la intervención de terceros, consiste en la actuación de los organismos internacionales que tiene entre sus objetivos el de asegurar la paz y las buenas relaciones entre los Estados. Esta actuación está aceptada por los Estados miembros desde el momento en que ratificaron los instrumentos constitutivos de las entidades. Pero los organismos internacionales, están, también, facultados para actuar aún en el supuesto de que algunos de los contendientes en un conflicto internacional no sea de la parte del organismo.
En este caso, como es obvio, los países no están obligados a acatar las decisiones de los organismos actuantes, pero son pasibles de sanciones si realizan actos que pongan en peligro la paz. Dado la actuación de los organismos internacionales, sean mundiales o regionales, para resolver los conflictos entre los Estados constituye el aspecto más importante de su labor.
Tal vez se llegue a la conclusión de que se trata de instituciones que reflejan pero no dan forma a las realidades políticas del sistema internacional, evolucionan cuando evoluciona el consenso político y la cooperación, y sufren un retroceso cuando se producen desacuerdos y conflictos políticos. Reflejan bien la medida en que las grandes potencias del sistema internacional se consideran a sí mismas socios privilegiados en una gran empresa global. Parecería que estuviera naciendo un compromiso político entre los más importantes centros de poder del mundo y en la medida en que este compromiso se concrete, se puede predecir que en un sistema interdependiente cada vez más tecnológico, el sistema de las organizaciones internacionales seguirá creciendo en tamaño, radio de acción e importancia (tal es el caso de Naciones Unidas). Los riesgos son grandes, en rigor, se está arriesgando la supervivencia global.
En función al principio de libre determinación, es importante señalar que, la pérdida de la libre determinación puede ser el resultado de un acto jurídico a través del cual el Estado renuncia en forma aparentemente voluntaria a una parte de sus derechos soberanos a favor de otro Estado y se convierte así en “protectorado”.
Para no caer en la retórica del “entreguismo”, de la “factoría” o de otras expresiones de signo tendencioso, conviene distinguir claramente lo que constituye una relación de dependencia inevitablemente impuesta por los hechos de aquéllas que derivan de la voluntad de absorción de un Estado sobre otros. Cuando un país sólo posee uno o muy pocos productos de exportación y sólo tiene un comprador, la relación de dependencia que de este modo se establece es prácticamente ineludible. Tan sólo un esfuerzo lento y tenaz de diversificación de sus producciones y de búsqueda de nuevos mercados puede liberar de esa dependencia. Pero existen casos en que la pérdida de la libre determinación no deriva de la naturaleza de las cosas sino de la propensión dominadora de algunos o de la debilidad (y a veces de la propensión servil) de otros.
Como es sabido el imperialismo es la institucionalización más notoria del sistema de relaciones internacionales basado en la dependencia. La preservación de la libre determinación incluye el respeto ajeno por la política exterior de cada país y por las actitudes que asume en materia internacional. Esta regla es lo que se conoce con el nombre de "principio de no intervención” en los asuntos externos de los Estados, principio que también se aplica a los asuntos internos. No se hará un análisis de los aspectos filosóficos y jurídicos del principio de no intervención. En el plano estrictamente político la no intervención es siempre invocada por los Estados para afirmar su propia personalidad en el campo internacional y para no dejarse llevar por los dictados ajenos.
El Principio de la Libre Autodeterminación de los Pueblos, esta establecido en el Pacto Internacional de Derechos Cíviles y Políticos, y en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales artículo 1 inciso 1, respectivos y señalan: "Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación”. En virtud de este derecho establecen su condición política y proveen asimismo a su desarrollo económico, social y cultural. Además las Partes, por el inciso 2, se comprometen, "incluso los que tienen la responsabilidad de administrar territorios no autónomos y territorios en fideicomiso" a proponer el ejercicio de libre determinación. También el mismo consta en el artículo 1 inciso 2 de la Carta de las Naciones Unidas y en el capítulo XI artículos 73 y 74 de la carta de dicha organización, referida a la Declaración Relativa a Territorios No Autónomos. Además se encuentra contemplado en la Resolución 1514 (XV) de la Asamblea General de 1960 que contiene la "Declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales", y en la Resolución 2625 (XXV) de la Asamblea General de 1970, que aprobó la "Declaración sobre los principios de derecho internacional referentes a las relaciones de amistad y a la cooperación entre los estados de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas" proclamó "el principio de igualdad de derechos y de libre determinación de los pueblos" y desarrolló en forma extensa los derechos y obligaciones que se derivan del mismo.
Este principio de libre determinación ha sido el instrumento ideológico principal utilizado para poner fin al colonialismo. La libre determinación de los pueblos establece que los mismos pueden decidir acerca de su futuro político sin interferencias extranjeras. En algunos casos de conflicto territorial o de región es aplicable mediante un plebiscito para definir esas cuestiones.
En el tema Malvinas el principio no puede ser tenido en cuenta, y para ello tomamos como ejemplo un fragmento del discurso de S.E. el Ministro de Relaciones Exteriores y Culto de la República Argentina, Sr. Miguel Angel Zavala Ortiz, el 27 de setiembre de 1965 en la XX Período de Sesiones de la Asamblea General, Nueva York Documento: A/PV.1337, en donde da una clara explicación con respesto a este tema y señala lo siguiente:
"...no tiene asidero jurídico hablar de libre determinación, garantía que la Argentina siempre ha reconocido a todos los pueblos de la tierra, puesto que la libre determinación requiere, como primera condición, que se realice en territorio propio y no en territorio obtenido por el despojo. Dejar a la libre determinación de los ocupantes del Archipiélago Malvínico el destino del mismo, sería tanto como dejarlo a las personas que puso el propio Reino Unido. Sería tanto como dejar que el Reino Unido excluyentemente resolviese el problema. Sería tanto como si para salvar a quien despoja se le aceptase que acuda a su propio título. Pues, evidentemente los pobladores son representantes del Imperio inglés. Y por qué esto? Simplemente porque Inglaterra dispersó la población originaria, la reemplazó e incomunicó las Islas. Hizo de ellas una tierra cercada. Puso un candado de prohibición inglés..."
Con esto se puede considerar que el principio no se puede aplicar, pues no existe en dicho territorio como elemento fundamental una población autóctona, y además la argumentación del Ministro Zavala Ortiz es muy clara para hacer frente a este problema que se plantea dado por la pretensión de Gran Bretaña de llevarlo a cabo en beneficio propio.
La negativa británica a negociar el problema de soberanía se fundamentaría en una identificación dogmática de todo proceso de descolonización con el principio de autodeterminación. Para el Reino Unido la única posibilidad de descolonizar es a través de la libre expresión de la voluntad de la población afectada. Pero no solo dentro del marco de la O.N.U. sino incluso en las prácticas estaduales no controladas por esa organización, la descolonización no es sinónimo de autodeterminación.
La Resolución 1514 (XX) de la Asamblea General estableció los mecanismos para implementar el principio de autodeterminación, pero no agotó en esos mecanismos las posibilidades de descolonizar.
La integridad territorial mentada como atemperante de la autodeterminación de diversos grupos étnico-culturales dentro de una misma jurisdicción sujeta a descolonización, se fundamentó en la necesidad de no generar mini estados. Asimismo, la integridad territorial se aplica como excepción a la descolonización por autodeterminación cuando existe un estado con un derecho de soberanía preexistente al momento de la colonización. En estas situaciones es posible distinguir dentro de los territorios no autónomos sujetos a una controversia territorial, a aquellos con poblaciones con un derecho reconocido a la autodeterminación, de aquellos que no lo tienen. Dentro de este esquema el gobierno argentino se vio motivado a diferenciar la cuestión de Belice de la cuestión de Malvinas.
Frente al reconocimiento de la existencia de un conflicto de soberanía por parte de la Asamblea General, Argentina podría intentar otros mecanismos alternativos como para presionar al Reino Unido a cumplimentar la obligación de negociar. Si bien puede alegarse que la Asamblea General solamente recomendó, instó o invitó a las partes a negociar, el hecho de que efectivamente se negociara implicó, o bien la aceptación del contenido de las Resoluciones de la Asamblea General con carácter vinculante, o bien el surgimiento de una regla consuetudinaria particular. El Reino Unido no puede desconocer la existencia del conflicto y en consecuencia no puede ignorar la obligación de solucionarlo por medios pacíficos. Cualquier solicitud de una Opinión Consultiva a la Corte de Justicia Internacional sobre este particular, fortificaría la posición argentina sobre el fondo de la cuestión.
Por otra parte, la movilización dentro de los foros internacionales de una opinión pública generalizada a favor de los derechos argentinos sobre las Islas, debería complementarse con la promoción de una opinión pública interna en el Reino Unido que permite apuntalar, por el momento, la necesidad de buscar y encontrar una solución.
La solución futura frente a este problema, por parte de la República Argentina, puede ser en primer lugar la presencia de dicho Estado en Naciones Unidas, origen de que la reivindicación argentina haya adquirido el apoyo de la comunidad internacional conviene que se mantenga viva no sólo porque todos los años, en el Comité de los 24, se reitera la obligación moral del Reino Unido de acordar una solución negociada, sino porque el gobierno argentino se encuentra comprometido en informar sobre los pasos que se den en cumplimiento del mandato de lra. Asamblea General.
Paralelamente el Foreign Office debe tener en claro que la Argentina no abandonará su reclamo de soberanía, reclamo que debe estar presente en todo diálogo con los británicos, cualquiera sea la circunstancia negociadora que este en juego y que el paraguas no es una argucia política para enterrar la reivindicación argentina, sino un procedimiento jurídico que compromete a las partes a reanudar las negociaciones cuando las circunstancias lo hagan propicio.
Quizás un factor decisivo para la disputa pueda resolverse en el largo plazo, será el grado de influencia que la Argentina obtenga en Londres y su City, para lo cual la evolución de las relaciones bilaterales es clave. No hay duda que los términos del intercambio son excelentes no sólo por el reactivamiento de la antigua y sólida relación de negocios. No existe razón porque la Argentina no recupere la condición de principal vínculo de negocios de América Latina con Gran Bretaña y de multiplicarse la escala de los mismos, la influencia viene sola.
El concepto internacional de la soberanía, que no desaparecerá, tiende sin embargo a evolucionar debido a la globalización de intereses. Es un tema delicado y la cancillería argentina lleva a cabo serias tratativas con el Foreign Office precisamente sobre el tema de la cooperación con el Reino Unido en las aguas en disputa. Con la futura firma de algún acuerdo, el mismo debe establecerse dentro de los límites de la soberanía, pues si es desequilibrados en sus efectos, por razones políticas podría desbordar los límites del paraguas de la soberanía.
La cooperación puede basarse en solidaridades naturales, en identidades de creencias y convicciones, en recuerdos del pasado, en aspiraciones futuras. Aunque se ha subestimado esta fuente de cooperación diciéndose que “los países no tienen amigos ni enemigos sino sólo intereses”, ella es muy poderosa y ha influido decisivamente en la historia de los últimos tiempos. Basta recordar que la solidaridad de los pueblos arábes, basada en la comunidad de creencias religiosas y en sus afinidades étnicas y culturales, es un elemento muy poderoso de gravitación en la política internacional de nuestro tiempo y, a través de la OPEP, también lo es en el plano económico. La conjunción de los objetivos puede resultar de exigencias de la vida de relación y de la interdependencia que ella genera. Es ésta, tal vez, el motivo más poderoso que ha influido en la década del ’70, para determinar el notable crecimiento de la cooperación internacional técnica y económica. El desarrollo de la tecnología durante esta segunda revolución industrial vuelve prácticamente imposible la carencia de cooperación internacional, aun para los países técnicamente más adelantados y financieramente más opulentos. De ahí, entre otras consecuencias notables, la extraordinaria proliferación de organismos internacionales, tanto públicos como privados, cuyo exclusivo objetivo es promover esa cooperación y hacerla efectiva mediante un trato frecuente y la concreción de arreglos durables entre las partes interesadas. Por todo lo expuesto, resulta claro que los antagonismos y las coincidencias en los objetivos nacionales de los Estados son perfectamente compatibles y plenamente vigentes.
A modo de conclusión, el tratamiento del tema en el ámbito de los diferentes foros internacionales, puede sostenerse que Argentina aun no ha agotado las posibilidades de hacer valer sus derechos. Para ello es muy importante tener en cuenta todos los datos históricos que proporcionan una clara visión de la fundamentación de este país, y al mismo tiempo es conveniente también remarcar aquellos geográficos que constituyen otra forma y causa de establecer la soberanía sobre las islas; como último se considera las gestiones diplomáticas, que se fueron tomando como punto excluyente, llevan a cabo la reiterada actitud negativa por parte del Reino Unido. Igualmente el gobierno argentino, no debe perder las esperanzas y continuar realizando las reiteraciones pertinentes bajo la firme voluntad de recuperar el ejercicio de sus derechos soberanos mediante negociaciones que conduzcan a una solución justa, pacífica y definitiva en esta disputa territorial internacional, con el convencimiento que el diálogo contribuirá a alcanzar ese objetivo en el futuro ante los distintos organismos y demás estados del mundo. Para ello es imprescindible dejar de lado todos los aspectos ideológicos y determinar propuestas concretas dentro del marco de una voluntad negociadora para lograr un futuro promisorio, y obtener de él el mejor de los resultados, expresando permanentemente la disposición a garantizar la salvaguardia de los intereses de los habitantes de las Islas Malvinas, mediante una eficaz y correcta utilización de la política exterior.
La política exterior constituye el sector de la política general que representa el modo en que un Estado, de acuerdo a fines y objetivos definidos, se relaciona con otros Actores Internacionales (Estados y Organismos Multilaterales). La ejecución de la política exterior reviste una importancia crucial para el desarrollo de un Estado. Las actuales condiciones de funcionamiento del sistema internacional y la dinámica globalizadora han dimensionado su incidencia en la estabilidad socio económica e institucional de un país. Por ello, la Cuestión Malvinas en la política exterior, impone a la Argentina el diseño y ejecución de una política, valga la redundancia, exterior cual política de Estado, con precisa definición de sus fines y objetivos en permanente consulta al interés nacional. Una política exterior coherente con sus potencialidades y limitaciones; conciente de los intereses globales predominantes y de la diversidad de poder en el sistema internacional, privilegiando el impulso asociativo generador de poder en procura del desarrollo nacional y regional. El análisis del orden internacional con sus actores y su estructura de poder vigente, requiere un enfoque pragmático adoptando una perspectiva propia, en la convicción de la utilidad de la política exterior para conducir al desarrollo del país y a una mejor calidad de vida a su cuerpo social. Ello revela el propósito de que los aportes investigativos e intelectuales efectuados suministren elementos esclarecedores para afrontar los desafío estructurales y coyunturales que afectan al país. Finalmente, a través del diálogo bilateral con el Reino Unido es preciso conseguir la recuperación de la soberanía argentina sobre las Islas Malvinas y poner fin a los fenómenos ilegales que provoca la actual situación.
Miguel Angel Rizza
Mgter. en Relaciones Internacionales
Lic. en Ciencia Política
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chomaso...
ResponderEliminargracias a esto tengo un trabajo y no entiendo nada ¬
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